Brillante aportación, una vez más, la de mi admirado José Antonio Marina en su artículo publicado hoy (lunes, 11 de abril de 2011) en el diario El Mundo y titulado “¿Es el mérito un valor de derechas? Reflexiona el autor sobre la evolución que a lo largo de la Historia ha tenido la percepción social del mérito y también se sorprende de que en muy poco tiempo este concepto revolucionario (vinculado a los revolucionarios norteamericanos y franceses del siglo XVIII) se haya convertido en un gran valor capitalista.
Durante siglos, la posición social, el estatus de una persona estuvo determinado por su nacimiento. La movilidad social era minima (y aun pasa así en numerosos lugares del planeta). Fue Thomas Jefferson quien quería para su nación una “aristocracia del mérito”, y fueron los Estados Generales franceses quienes en 1789 abolieron los privilegios, estableciendo una jerarquía del valor personal. Ambos movimientos inspirados en cómo Locke había descrito el mérito personal: trabajo, conocimiento y esfuerzo.
Pues bien, hoy la idea de mérito se ha convertido en un valor conservador o liberal, rechazado por el pensamiento socialista. Para las sociedades modernas occidentales, en poco más de dos siglos, el reconocimiento del mérito y el fomento de la excelencia atentan contra la igualdad. Parece que el gobierno del pueblo (vulgo) significa gobierno de la vulgaridad.
Argumenta con brilantez Marina que esta confusión se ha suscitado, paradójicamente, por lo más luminoso y noble que ha inventado la humanidad: la idea de que hay cosas que merecemos no por nuestras acciones, sino por el mero hecho de pertenecer a la especie humana. Nos hemos habituado de tal modo a esta rareza (en la Grecia clásica hubiera sido aberrante considerar que la dignidad era algo con lo que se nace y no algo que uno debe merecer con su esfuerzo). Los derechos fundamentals amparan ese merecimiento no ganado sino recibido. Pero, una vez reconocido, hay que marcar sensatamente los límites de ese mérito pasivo, porque si se extiende demasiado valoraremos mucho nuestra naturaleza, pero valoraremos muy poco nuestro comportamiento. Y, al hacerlo, la búsqueda de la excelencia, o su reclamación, se vuelven sospechosas de atentar contra la igualdad.
Apunta el autor que como sociedad debemos hacer compatible en la enseñanza obligatoria (hasta los 16 años) dos principios contradictorios: la integración social y cultural de todos los alumnos, por un lado, y el proporcionar una educación de calidad, por el otro. Es una tensión con la que debemos convivir inevitablemente. Pero ello no es necesario (ni recomendable, añado yo) que se dé en los ciclos posteriores a esa ensañanza obligatoria, fundamentalmente bachillerato, módulos de formación profesional superiores y Universidad.
¿Para qué queremos miles –millones- de universitarios mediocres, a los que no les interesa estudiar, que tardan un montón de años en terminar la carrera y entorpecen a otros miles que sí están interesados y motivados? ¿Nos podemos permitir como sociedad este coste, en un sentido amplio del término?
Las soluciones a nuestro deteriorado y maltrecho sistema educativo pasan, sin duda, por un principio que debería regir nuestra convicencia como sociedad avanzada: socialismo de las oportunidades, protección al débil y aristocracia del mérito.
Lectura muy recomendable la de este artículo del maestro Marina. Gracias, José Antonio, por tu inspiración y luz.
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